Intenté frenarlo pero no pude. Nunca logré ponerle pausa a su enérgica marcha. Sobre todo después de su grave amorío con las drogas. Desde aquel entonces no paró. Se le daba por salir solo, por perderse en las frías calles bonaerenses, por desandar en forma errante los pestilentes garitos de Castelar. Iba y venía.
Por Jacko Fingers.
Le decían “el tipo de los suburbios”. Derrochaba una y otra vez la poderosa energía que ocultaban sus prominentes bíceps en acarrear chops de cerveza a su boca. No recuerdo muy bien, pero creo que lo conocí un 28 de junio de 1982, a poco más de dos meses del terrible accidente. El que le seccionó su pierna izquierda.
Andaba de aquí para allá. Merodeaba. Ya lo había perdido todo cuando me vio por primera vez en los de Marcos. La página impar de la historia de su vida cayó de canto frente a mis ojos el día que me tocó verla de reojo. De entrada no me atreví a interpretarlo pues ya tenía suficiente de mí mismo como para soportar una carga extra. Y confieso que no lo entendí hasta ese momento donde mi vista divisó lo inesperado: su vacío ¿Por qué solía frecuentar tugurios que alimentaban sólo su destrucción?
Yo era el buhonero que no aguantaba los gritos de la mente; yo mostraba mi otra mejilla y no afrontaba la vida “como macho”, tal cual mencionaba el viejo cuando vivíamos en la derruida ochava de Lomas ¿Cómo un hombre con su vigor tenía el cable a tierra puesto entre cuatro paredes pintadas con la hediondez de la perdición?
Fue durante aquel gélido invierno cuando pude traspasar por primera vez mi caparazón de egoísmo y mi coraza de pedantería. Finalmente comprendí a Gustavo. Lo interpreté. A Villarreal me refiero.
Pasaron 28 años y Gustavo apareció en la tapa de una decena de matutinos. Me sorprendió su foto en una cálida mañana de principios de abril. Lo vi en el kiosco de Josecito Quinteros en la esquina de Bogado y Revoredo.
Tenía un gorro de natación que cubría su cabeza hasta la mitad y por la oreja derecha se le escurría un chaparrón de agua. Estaba recién salido de la pileta donde actualmente entrena todos los días en el Club Argentino de Castelar. Lo epigrafiaban: “Le falta una pierna y quiere cruzar el Río de la Plata nadando”.
“¡Al final se animó!”, esbocé de un grito frente al canillita que había contratado José. Es que la historia de Gustavo tiene dos caras. Y no quiero adjudicarme su fuerte depresión de los años ’80, pero confieso que mi visión gris de la realidad, inundada por la dependencia, lo empañó bastante. El 26 de abril de 1982, cuatro años después de sus primeras nupcias con el agua, el hombre de los bíceps de acero fue atropellado por una moto.
No volvió a nadar hasta el 2004. Tenía el sueño del ser guarda vidas incompleto. “Gustavo más que nadie sabe lo que es el antes y el después de una situación límite”, asegura el tabloide que compré por dos mangos.
Hurgando en mis memorias pudo entender mi exabrupto. Durante alguna de esas noches en que Villarreal y yo quemábamos neuronas y nos poníamos al día con el infierno, él mencionó que alguna vez volvería a ser el nadador que era. Aunque yo siempre supe que su vida tendría una segunda oportunidad (no como la mía, claro está) también me sobraba sapiencia para deducir que el Jack Daniels te pone el alma al desnudo.
Quién no conoce el desproporcionado espejo que Rosa Domínguez instaló al frente de su negocio de ropa unisex sobre Revoredo, definitivamente poco le queda en sus raíces de castelarense. Dice que es para atraer clientes. Esta mañana pasé por ahí y el desprolijo menear de un posadero que serpenteaba en una pollera fuxia llevó mi vista hacia el enorme espejo. El impacto resultó más bien reflexivo: Yo sigo igual, salvo que las puntas de mis viejos cabellos ahora acaban en desabridas cenizas. ¿Todos cambiamos con el tiempo?
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